Hace cincuenta años, en la clausura del Concilio Ecuménico Vaticano II, Pablo VI, en nombre de los obispos de todo el mundo, con los documentos del Concilio, elaborados a lo largo de muchos meses de trabajo, encomendó a toda la Iglesia la tarea de tarea de ser samaritano de la 'humanidad'. La Iglesia "experta en humanidad" escuchó las sugerencias del Espíritu Santo en armonía con la escucha de las alegrías y los sufrimientos de toda la humanidad. Los documentos conciliares son palabras maduradas en la onda de un compromiso pastoral en el intento de dotar a la misma Iglesia, "Madre y Maestra", de herramientas válidas para dar un alma al tiempo y una chispa divina a los cristianos comprometidos en la construcción del Reino planeado por Cristo con su presencia entre nosotros realizada con su Resurrección.
En Florencia, el David de Miguel Ángel es el símbolo reconocido de la Belleza, aunque ahora sólo sea estética, colocada dentro de un museo, fuera de cualquier contexto. Es hermoso, de eso no hay duda. Pero él no "habla". Y pensar que nació como símbolo religioso. El David esculpido por Miguel Ángel es el bíblico, que vence al gigante Goliat porque tiene a Dios consigo. En efecto: en aquel joven que derriba al enemigo con una honda, su autor vio a Cristo, defensor de cada pueblo, plenitud de todo heroísmo colectivo, meta de toda aspiración individual positiva.
En nuestra catequesis sobre la familia, hoy nos inspiramos directamente en el episodio narrado por el evangelista Lucas, que acabamos de escuchar (cf. Lucas 7,11, 15-XNUMX). Es una escena muy conmovedora, que nos muestra la compasión de Jesús por los que sufren –en este caso una viuda que ha perdido a su único hijo– y también nos muestra el poder de Jesús sobre la muerte. La muerte es una experiencia que afecta a todas las familias, sin excepción. Es parte de la vida; sin embargo, cuando toca los afectos familiares, la muerte nunca logra parecernos natural. Para los padres, sobrevivir a sus hijos es algo particularmente desgarrador, que contradice el carácter elemental de las relaciones que dan sentido a la propia familia. La pérdida de un hijo o de una hija es como si el tiempo se detuviera: se abre un abismo que se traga el pasado y también el futuro.