En la Ley del Antiguo Testamento, el Jubileo establece el derecho de Dios sobre la tierra y sus frutos. Es Él quien concede su uso al hombre, llamándolo a la solidaridad hacia los más débiles.

por Rosanna Virgili

El Jubileo se inspira en la tradición bíblica. Quien quiera conocer el origen tanto del nombre como de esta “ley” –tal como está anunciada en la Biblia– debe abrir el libro del Levítico y bajar hasta el final, hasta el capítulo veinticinco, donde se encuentra su orden.

A los israelitas se les pide que cuenten “siete semanas de años”, es decir, siete períodos de seis años, que concluyen con un año especial, fuera de lo común, llamado “año sabático”. Este año se convierte en la base temporal del Jubileo pero constituye también su pilar teológico, que por tanto debemos detenernos a evaluar. Así lo hace el propio autor del Levítico: «El Señor habló a Moisés en el monte Sinaí y le dijo: Habla a los hijos de Israel y diles: Cuando hayáis entrado en la tierra que yo os doy, la tierra guardará reposo en honor al Señor. Durante seis años sembrarás tu campo, podarás tu viña y recogerás su fruto; Pero el año séptimo será de reposo para la tierra, día de reposo para Jehová. No sembrarás tu campo, ni podarás tu viña. No segarás el grano que nazca de suyo después de tu siega, ni recogerás las uvas de tu viña; Será un año de completo descanso para la tierra. Y el sábado de la tierra será alimento para ti, para tu siervo, para tu sierva, para tu jornalero, y para tu huésped que está contigo; "Tus ganados y los animales que están en tu tierra también comerán de sus frutos" (Lucas 25:1-7).

La promulgación de estas normas respecto al año sabático se basa en una razón teológica fundamental: la tierra pertenece a Dios, quien la concedió a los hijos de Abraham en usufructo. Estos últimos podrán trabajarlo y luego recoger lo que produzca durante seis años, pero luego lo dejarán a disposición de su legítimo dueño y amo, que es Dios. Se trata de una ley que hace eco de los términos en los que se estableció la Alianza entre Dios y su pueblo, en la que se previó un día de descanso cada siete días precisamente para recordar y celebrar que no sólo la tierra, sino también el tiempo y la vida son de Dios. Así dice el libro de Deuteronomio: «Guarda el día de reposo para santificarlo, como el Señor tu Dios te ha ordenado. Seis días trabajarás y harás toda tu obra; pero el séptimo día es reposo para el Señor tu Dios. No harás en él trabajo alguno, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu buey, ni tu asno, ni tu ganado, ni el extranjero que está dentro de tus puertas; para que tu siervo y tu sierva descansen como tú» (Deuteronomio 5:12-14).

La ley del sábado da a todas las criaturas el derecho al descanso y, por tanto, la dignidad de ser libres. Pero recordemos al judío que la tierra es un regalo de Dios, así como el fruto de su trabajo proviene de él. Él es el creador que, a su vez, descansó el séptimo día, como está escrito en el libro del Génesis: «Vió Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era muy bueno. Y fue la tarde y la mañana del sexto día. Así quedaron terminados los cielos y la tierra, y todo el ejército de ellos. En el séptimo día terminó Dios la obra que había hecho, y descansó el séptimo día de toda la obra que había hecho. Dios bendijo el séptimo día y lo santificó, porque en él descansó de toda la obra que había hecho en la creación» (Gén 1:31-2:3). Y si Dios descansó el primer sábado del tiempo, el descanso semanal es por derecho divino para cada una de sus criaturas. Esto equivale a decir que todas las criaturas nacen libres y que nadie debería jamás ser esclavizado.

Además, la ley del sábado estará arraigada en el corazón ya que no sería verdaderamente observada si no encontrara una adhesión interna profunda y convencida. Esto depende del amor sincero que cada israelita debe sentir, mostrar y actuar hacia sus hermanos. De hecho, leemos de nuevo en el Deuteronomio: «Si hay entre ustedes un hombre necesitado entre sus hermanos en cualquiera de sus ciudades en la tierra que el Señor, su Dios, les da, no endurecerán su corazón ni cerrarán la mano a su hermano necesitado, sino que le abrirán la mano y le prestarán lo que necesite en su necesidad [...] Por esta misma razón, de hecho, el Señor, tu Dios, te bendecirá en todo tu trabajo y en todo lo que emprendas. Como nunca dejará de haber necesitados en la tierra, yo te ordeno: “Abrirás tu mano a tu hermano que sea pobre y necesitado en tu tierra”» (Dt 15:7-11). 

Desgraciadamente, la corrupción moral puede vaciar esta ley –como muchas otras– de su significado y de su auténtica aspiración, reduciéndola a una mera práctica externa, a un ritualismo que no implica en absoluto amor, solidaridad, ternura hacia los más débiles y necesitados. La hipocresía de quienes actúan de este modo es denunciada fuertemente por Jesús en los relatos evangélicos. Uno de muchos es el de la mujer encorvada que llevaba dieciocho años observando el descanso sabático yendo a la sinagoga; Nadie jamás la había curado de su enfermedad pensando que este acto pudiera violar el descanso sabático. Jesús en cambio la cura y contradice también con duras palabras al jefe de la sinagoga: «El jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús había hecho esta curación en sábado, tomó la palabra y dijo a la multitud: Hay seis días en los que se debe trabajar; Así que venid y sed sanados en esos días, y no en el día de reposo. El Señor le respondió: «¡Hipócritas! ¿Acaso cada uno de ustedes no desata su buey o su asno del pesebre en sábado y lo lleva a beber? ¿Y acaso esta hija de Abraham, a quien Satanás ha tenido cautiva durante dieciocho años, no debería ser liberada de esta atadura en sábado?» (Lucas 13, 14-16).