Siempre me ha gustado un evangelio apócrifo, no recuerdo el nombre, en el que un soldado romano, al encontrarse con Jesús niño en Nazaret, le pregunta: "¿De quién eres hijo?". El diálogo que se produce es muy curioso. Jesús habría respondido: "Llamo papá a alguien que no es mi papá, porque mi verdadero padre es Otro". El soldado siente curiosidad y piensa que el niño no tiene las ideas claras: “Explícale mejor”. Y él: «Sí, porque debes saber que tengo un Padre que se ve y un Padre que no se ve». «¿Entonces tienes dos papás?». «Pero no - responde Jesús - mi verdadero Padre es uno muy poderoso, el otro es alguien que trabaja aquí en Nazaret». El soldado, impaciente, se marcha.
Las palabras de Pablo VI pronunciadas en Nazaret con motivo de su visita a Tierra Santa siempre han ejercido para mí una gran fascinación. En aquella ocasión el sabio maestro apeló a sus años de infancia y, sin vergüenza alguna, el Papa dijo: "Oh, cómo nos gustaría volver a ser niños e ir a esta escuela sublime de Nazaret". En ese pequeño pueblo, en esa sagrada familia, como en un cofre de tesoros, Dios había colocado los tesoros de la creatividad: la obediencia amorosa de José, la disponibilidad de María para pronunciar su sí y la gran obra maestra de la humanidad que fue Jesús. Precisamente a la sombra de José y María que, en aquella casa, Jesús aprendió a ser hombre.
El primer día de cada año es como una página en blanco que hay que llenar de sueños, anhelos, anhelos y bendiciones. En una página de poesía hay unas cuantas palabras que flotan como nenúfares en un mar blanco. El blanco de la página ayuda al lector a dar carne a los sentimientos del poema, la carne de la vida. En este período la liturgia nos exhorta a darle alma al tiempo, a reconocer los signos que Dios traza en el cielo del tiempo. Comprender el tiempo es comprender las intenciones de Dios. La Divina Providencia guía todos los siglos y nos pide a cada uno de nosotros que escribamos una nueva página de su plan.