Una respuesta particularmente significativa me parece la de san Agustín. Lo cuento en latín, porque es muy bonito de decir y fácil de recordar: naturalmente lo traduciré. San Agustín dice que no obtenemos lo que pedimos porque "mali, male, mala petimus". “Males”: es decir, que no obtenemos por ser malos. Somos malos cuando no tenemos misericordia de los demás, que nos piden ayuda, tiempo, dinero, paciencia, compasión, disponibilidad, perdón. Entonces, ¿por qué debería Dios ayudarnos si no ayudamos a los demás? De hecho, de esta manera quiere, por así decirlo, hacernos comprender que así como deseamos la misericordia, así debemos dar la misericordia que podemos dar, si queremos obtenerla de Aquel que es todo misericordia. “Mal”: no obtenemos porque pedimos mal, en el sentido de que nuestra oración no es una oración perseverante, humilde, confiada, agradecida. Muchas personas preguntan sólo por sí mismas, en lugar de preguntar también por los demás; algunos piden entonces no permanecer unidos a la Iglesia, es decir, no asistir a los sacramentos y no unirse a la oración de la asamblea litúrgica, sino casi solos, sin valerse de la mediación de la Iglesia. La oración no hecha en estado de gracia, es decir, en pecado mortal, es otro ejemplo de oración que no se eleva a Dios; Si no estamos al menos arrepentidos de nuestros pecados, es decir, dotados de un corazón contrito y humillado, ¿cómo podremos pedir de manera justa y recta? Sería como decirle a Dios: “No me importas mucho en mi vida, en mi forma de vivir, en mis elecciones cotidianas, pero tú te pones a mi servicio y haces lo que te pido”. A tal pregunta Dios podría decir: “Hijo mío, ¿soy yo el que debo servirte, o más bien tú el que debes servirme a mí? Recuerda que sólo si alguien me obedece, yo le obedeceré". Finalmente, podemos pedir “mala”, es decir cosas malas, y por tanto Dios no nos las concede porque lo que pedimos no es lo que realmente necesitamos. Recordemos que los bienes de la vida, todos ellos, incluso los más evidentes (salud, trabajo, hijos), no son bienes absolutos: el bien absoluto es Dios y su gracia. Esto, si lo pedimos, se nos dará siempre, y en medida sobreabundante: al fin y al cabo, Jesús nos empuja primero a buscar el reino de Dios, para tener todo lo demás por añadidura. Además, somos enviados a pedir expresamente el Espíritu Santo, que es el verdadero y mayor don. Cuando tengamos el Espíritu, es decir, la gracia, tendremos todo lo que necesitamos. Con Él podremos vivir nuestra vida, con sus inevitables dificultades y penurias, siguiendo a Jesús a donde Él nos lleve, y felices donde Él nos lleve, en lugar de querer llevarlo a donde nosotros queremos. Lo que en definitiva significa vivir la misma oración que nos enseñó Jesús, la del alma que confía en Dios: “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”.