Había una vez una concha. Estaba en el fondo del mar acunada por las olas, tocada por el paso sinuoso de peces de colores y caballitos de mar hasta que una tormenta la alcanzó trastocando su vida. La violencia de las olas la volteaba una y otra vez, haciéndola girar, rodar, chocar, llevándola muy lejos hasta que, magullada y dolorida, se detuvo. Estaba tratando de entender dónde había terminado cuando, de repente, un dolor punzante la atravesó. ¿Qué más estaba pasando? ¡Ah aquí! Por las válvulas, en el levantamiento anterior, había logrado colarse una pequeña piedra que, aunque pequeña, tenía contornos angulosos y puntiagudos. Realmente dolía la carne viva... El caparazón intentó moverse y "escupirlo", pero fue en vano. Lo intentó y volvió a intentar en los días siguientes. El dolor no desapareció. Lloró y lentamente sus lágrimas cubrieron el guijarro. Lo extraño era que el dolor empezaba a disminuir. Todavía intentó eliminarlo pero ahora era parte de ella.
Entre las mallas de la red, junto al pez, un pescador vio una concha. Lo abrió y, asombrado, encontró una hermosa y brillante perla en sus manos ásperas y callosas. Le dio vueltas y vueltas: ¡perfecto!
Los pescadores saben que cada perla tiene una historia que contar y... se la acercó a la oreja.
Mientras escuchaba, pensó en su vida. Cuántas tormentas había atravesado, cuánta soledad, cuánto dolor y ira y rebelión... ¡Cuántas lágrimas se habían mezclado con las gotas del mar! Pero esas mismas lágrimas habían logrado obrar el milagro también en su interior. Una perla fruto del dolor, del renunciamiento, de la paciencia, de ese “guijarro” que te entra y ya no puedes tirar; una perla capaz de dar luz a quienes se acercan...
El pescador miró aquel milagro encerrado en su mano, miró su luz, levantó el rostro hacia el cielo despejado y, claramente, sonrió.