por Corinne Zaugg
La llegada de un hijo a la familia pone por los aires los planes y organizaciones familiares. De hecho, se prestan pocos cuidados al recién nacido, ya sea de día o de noche, para satisfacer sus necesidades de alimento, mimos, sueño y vigilia. Para los nuevos padres, quizás por primera vez en sus vidas, se trata de vivir no según el propio horario sino según el de otro. Entrar en una nueva dimensión temporal, marcada no por citas y horarios predefinidos, sino por una serie de momentos más o menos largos y diferentes cada día, que se modelan según las necesidades de este pequeño nuevo miembro de la familia. Es un paso muy difícil y delicado de dar. Especialmente para la madre, que muchas veces, hasta un momento antes de ser madre, era una mujer joven dedicada a una profesión y situada en un contexto laboral y productivo. La maternidad la catapulta, tras sólo nueve meses de preparación, a una vida completamente diferente a la que ha conocido hasta ahora. Una vida que muchas veces se desarrolla lejos de quienes formaron parte de ella hasta el día anterior, más aislada y solitaria que la anterior y que suscita, día tras día, nuevas preguntas y acontecimientos inesperados que nadie se ha molestado en explicarle ni a ella ni a ella. prepararla para vivir. También porque hoy la vida y la educación de una joven casi no se diferencian en nada de las de un niño. Mismas escuelas, mismo uso del tiempo libre, misma libertad, misma participación en las tareas del hogar, mismas oportunidades de estudio y (casi) idénticas perspectivas laborales. Hasta que se afianza la idea de formar una familia. De repente, en ese momento, la joven se da cuenta de que es a ella y sólo a ella a quien se le plantea la cuestión de la maternidad. Seguramente habrá dos personas que se preguntarán sobre la elección, pero será la mujer la que cargará con las consecuencias. Consecuencias que tienen un profundo impacto no sólo en su vida, sino incluso en su carne. Por primera vez en su vida experimentará ser un instrumento -un instrumento dócil- que pone su propia vida a disposición del amor del otro. Una experiencia que quedará grabada para siempre en su mente y en su carne y que la convertirá, a partir de ahora, en una criatura diferente. Entre los infinitos milagros que trae consigo el nacimiento de un hijo, el de permitir a la madre hacer un don de amor a otro me parece el más bello y extraordinario. El capaz de revolucionar toda la historia personal y en consecuencia también la historia familiar.
Por tanto, desde la concepción, la voluntad de la mujer de convertirse en instrumento, de dejarse habitar por la vida nueva que lleva en su seno, dejándose guiar por ella en sus pasos y en sus elecciones. Ni siquiera el momento de dar a luz será su elección (si el parto se produce de forma natural). El niño anunciará cuando haya llegado el momento.
Comienza así ese largo viaje que dura toda la vida y que une indisolublemente la vida de una madre con la de sus hijos. Un camino que la llevará a partir de ahora a seguir los caminos de su vida de una manera diferente. Con esos ritmos y esos tiempos de los que hablábamos al principio y que, dentro de años, ya no le pertenecerán. Momentos marcados por lágrimas y comidas, enfermedades y sonrisas, pequeños pasos y grandes descubrimientos. De un progreso lento pero constante. Y que hará que mientras la ciudad corra a su lado con el frenesí habitual, ésta ya no le pertenecerá porque vivirá en otro tiempo. Nuevo, como la mirada de tu hijo cuando mira por primera vez el mundo, descubriéndolo.
Esto es, al menos, lo que deseo para toda madre. Y también a cada padre. Poder aprovechar plenamente la oportunidad única e irrepetible que nos brinda cada niño: es decir, resetear nuestra vida a partir de él. Y que no suceda lo contrario: que seamos nosotros quienes impongamos a nuestros hijos nuestra velocidad y nuestra mirada desencantada. El tiempo de nuestro frenesí que tiende a hacer que cada día sea igual al siguiente tendrá que ser sustituido por un nuevo calendario. Un calendario que vuelve a dar valor al tiempo como el lento paso de las horas, los días y las estaciones. Un tiempo nuevo, donde hay espacio para mirar al cielo, caminar por las calles, hablar con quienes te encuentras en la calle, dar migajas a los pájaros, mirarte en los charcos después de la tormenta. Un tiempo para hacer las paces con lo que nos rodea, que ya no es el simple telón sobre el que se desenrolla nuestra vida, sino que adquiere las características del mundo donde vive y crece nuestro hijo. Un mundo más amigable. Un mundo más humano. Un bebé es una magnífica oportunidad para hacer las paces con el mundo. Comprometerse a mejorarlo. Sobre todo, es una oportunidad que vale la pena aprovechar. Para cambiar realmente. Para cambiar por dentro. Y hacer que persista para siempre ese estado de gracia que nos hizo decir ese primer sí a la vida, ese primer sí que nos hizo convertirnos en instrumento de amor al otro.