de Madre Anna María Cánopi
El presente texto es la grabación de una Lectio que la Madre Cánopi había realizado anteriormente. Los textos que propondremos en los próximos números son los temas del programa anual 2019 acordado con ustedes para nuestra revista.
Continuando nuestro camino bíblico, conocemos a Gedeón, un personaje muy característico: lleno de vacilaciones y resistencias, lleno de preguntas y objeciones, no tiene miedo de desafiar a Dios, pero lo hace con esa franqueza y espontaneidad que no cierran el diálogo y no lo hacen. No rompen la amistad, sino que la profundizan y la hacen más fuerte y verdadera.
Después de la larga y agotadora travesía del desierto, el pueblo elegido finalmente ha entrado en la tierra prometida, donde mana leche y miel. ¿Se acabaron las pruebas? ¡Lejos de ahi! Olvidando la alianza establecida con Dios, el pueblo rápidamente se abandona a la idolatría y vive desordenadamente, infielmente. Pronto se encuentra presa de todos los poderosos de este mundo, dispuestos a devorarlo. Entre estos enemigos surgen los madianitas, una población pagana que invade repetidamente la tierra de Israel, saqueándola mediante incursiones y dejando destrucción y miseria tras de sí.
En tal desorientación aparece la figura de Gedeón. Lo encontramos trabajando, mientras a escondidas golpea en el molino el trigo de sus campos, para arrebatárselo a sus enemigos. Justo cuando está trabajando - detalle nada despreciable - se le aparece un ángel del Señor y le dice: "¡El Señor está contigo, hombre fuerte y valiente!" (Judas 6,11:XNUMX).
El Señor está contigo. Estas palabras son suficientes para que el corazón de Gideon salte y enseguida desahogue su ira y haga esa pregunta que todos llevamos dentro en las horas difíciles, cuando todo lo que sucede nos parece demasiado difícil de aceptar y soportar: «Perdóname, mi señor: si el Señor está con nosotros, ¿por qué nos pasó todo esto?".
El ángel, casi ignorando este arrebato de Gedeón, continúa anunciando el mensaje por el cual vino: «Ve con esta fuerza tuya y salva a Israel de la mano de Madián; ¿No te mando yo?". Es como si le dijera: ahora buscas un pequeño remedio contra los ataques del enemigo; más bien, debemos afrontarlo abiertamente, con valentía, para derrotarlo definitivamente. Ésta es la misión que el Señor os confía para todo el pueblo. ¡No temas! El Señor está contigo.
Gedeón vuelve a reaccionar con todas sus fuerzas: «Perdóname, señor mío: ¿cómo salvaré a Israel? He aquí, mi familia es la más pobre de Manasés, y yo soy el menor de la casa de mi padre". No soy en absoluto ese hombre fuerte y valiente que crees; Soy desproporcionado para lo que me pides. Independientemente de las protestas, el Señor renueva su llamado y su promesa: "Yo estaré con vosotros y derrotaréis a los madianitas como si fueran un solo hombre" (v. 16). Y es como si dijera: sí, es verdad, eres pequeño y débil, pero yo soy tu fuerza.
Gedeón comienza a comprender que éste es verdaderamente un llamado divino. Por eso hace su ofrenda, sobre la que desciende la bendición del Señor: "La paz esté con vosotros, no temáis" (v. 23).
Sin embargo, en su corazón todavía duda; quiere una señal segura y la pide: "Pondré un vellón de lana en la era; si sólo hay rocío sobre el vellón y toda la tierra a su alrededor permanece seca, sabré que salvarás a Israel con mi mano" (vv. 36-37). Y así sucedió. Todavía no es suficiente; ahora quiere en contraseña: que se seque el vellón y que la tierra alrededor se moje de rocío (v. 39). Y así sucedió. Gedeón ya no puede posponer las cosas; no puede abusar más de la paciencia de Dios... Realmente debe prepararse para la gran batalla. Y lo hace según sus propios criterios, que corresponden a una mentalidad humana, muy humana. Busca hombres dispuestos a alistarse y encuentra muchísimos de ellos. Quizás también comience a sentirse seguro, a sentirse verdaderamente un hombre fuerte y valiente.
Pero ahora es el Señor quien lo pone a prueba. Ese ejército es demasiado grande. Y así lo diezma una primera y una segunda vez, hasta que sólo quedan trescientos hombres: una miseria para enfrentar a un enemigo muy fuerte y feroz, como una pulga frente a un león.
Sin embargo, el Señor todavía no está satisfecho. Esos trescientos hombres están demasiado armados. Fuera las lanzas, los escudos, las flechas. Todos lejos. Id y pelead con antorchas, trompetas y cántaros. Y Gedeón –maravillosa conversión– ya no discute. Haciéndose un dócil instrumento en manos de Dios para la salvación y liberación del pueblo, se compromete a reducir el número de combatientes y se compromete también a luchar no con armas, sino con sonido de trompetas, con cántaros y con antorchas encendidas, es decir, decir con la oración, con la propia fragilidad, con confianza en el Señor, sabiendo que es Él quien actúa.
Entonces, en medio de la noche sucede lo imposible. Mientras reina la oscuridad, esos pocos hombres, a la débil luz de las antorchas, tocan las trompetas, rompen los cántaros... Tal es el ruido que los madianitas, despertados sobresaltados, pero todavía en medio del sueño, creen que los están siendo atacados por un ejército interminable y, presas de un gran miedo, huyen: huyen sin siquiera luchar. La victoria es completa, la liberación del pueblo total. El enemigo es derrotado no con la fuerza de las armas, que no tiene, ni con el poder de los luchadores (son pobres cántaros...), sino con la obediencia al Señor.
En cuanto a Gedeón, también a nosotros, ante una prueba, un sufrimiento, un problema insoluble, siempre es difícil creer humildemente que en esa situación Dios está con nosotros, está presente para salvarnos y mostrarnos su amor; es muy fácil, sin embargo, quejarse e incluso reprochar a Dios que no nos cuide. Esto revela nuestra incapacidad para leer la historia con una mirada sobrenatural. ¡Cuántos “por qué” salen también de nuestra boca!... ¿Por qué quiso Dios salvar al mundo sacrificando a su Hijo? ¿No podría salvarlo con una sola palabra omnipotente, como esa sola palabra creó el universo entero? ¿Por qué? No es fácil responder a estos "por qué" que brotan de los corazones agitados y puestos a prueba por la vida. Dios mismo -y nos da el ejemplo- no responde, no entra en disputa con Gedeón, le deja desahogarse. Dios es paciente, pero poco a poco lo lleva a la fe, despierta en él la confianza y de la confianza surge la obediencia. La respuesta al "por qué" humano siempre va más allá de la medida humana de comprensión... El amor de Dios no elige lo fácil, sino lo que cuesta más, lo que vale más. Él siempre elige el don inconmensurable y completamente gratuito. Esto nos exige ir más allá de nosotros mismos, renovar el modo de pensar (cf. Rm 12). Nosotros, sin embargo, como Gedeón, pedimos señales tras señales y, cuando oramos, queremos ver inmediatamente resultados concretos, según nuestras expectativas. Si nos parece que no vamos a ser escuchados, inmediatamente vacilamos: "¿Pero el Señor está ahí o no, escucha o no escucha, está entre nosotros, con nosotros, sí o no?" (cf. Ex 2). Cediendo a la duda, intentamos afrontar las situaciones difíciles con medios humanos, con nuestras –pobres– fuerzas. Pero el episodio de Gedeón nos enseña que en la lucha diaria contra las tentaciones -he aquí el Madián que quiere devastar los campos del Señor, la humanidad- debemos escuchar cada día al ángel que también aparece en nuestra era, ante nuestro interior. ojos, si vamos diariamente a "golpear el grano" de la Sagrada Escritura en la célula de nuestro corazón, guardándola y meditando en ella incluso mientras estamos ocupados en nuestras actividades normales. Entonces resuena también para nosotros la palabra: “El Señor está con vosotros”. Sí, el Señor está siempre con nosotros para ayudarnos, para sostenernos, para ayudarnos a superar las dificultades, e incluso para hacer de nosotros a su vez apoyo y ayuda para nuestros hermanos.
Para afrontar las pruebas y hacer huir a los madianitas, que a veces pueden ser simplemente nuestros miedos, disponemos de medios de gracia verdaderamente eficaces: la oración, una antorcha encendida en la noche, la humildad de no confiar en las propias fuerzas, reconocer que somos frágiles como el barro, y confianza plena en el Señor, dejándole a Él la dirección de nuestra vida, incluso cuando nos parezca que utiliza medios inadecuados, incluso absurdos. Pero el Señor hace maravillas que jamás podríamos imaginar utilizando instrumentos humildes, muy humildes. Que nos permitamos adherirnos humildemente a sus designios, con el sí de María y con el asombro agradecido de Jesús que, regocijado en el Espíritu, alaba y bendice al Padre: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque He ocultado estas cosas a los sabios y a los entendidos y las he revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has decidido por tu bondad" (Lc 10,21).
Oremos también al Padre, con plena confianza, para que podamos vivir siempre creyendo en su amor y para que sepamos agradecerle reconociendo su presencia en nuestras vidas y en la historia.
(Texto extraído de la grabación)