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editado por Gabriele Cantaluppi

En mi última confesión un sacerdote, con quien me confesé por primera vez, no me asignó ninguna penitencia. Pero sucede a menudo que recibo, incluso de mi confesor habitual, penitencias llamadas "genéricas", como "ofrece el esfuerzo que haces para no caer en el pecado" o "trata de vivir según las instrucciones que te he dado". o “unas cuantas oraciones más”. Me parece que hay mucha arbitrariedad. ¿Existe algún criterio según el cual se asigna la penitencia en la confesión?

Juan Pablo II, en la exhortación apostólica "Reconciliatio et poenitentia", recuerda que la satisfacción, o penitencia como la llamamos, es el acto final que corona el sacramento de la Reconciliación.

Y subraya tres aspectos de las obras de penitencia impuestas por el confesor.

En primer lugar, demuestran el compromiso personal que el cristiano ha asumido en el sacramento para vivir una nueva existencia y por ello no deben reducirse sólo a fórmulas para ser recitadas, sino entrar también en obras de culto, de caridad, de misericordia y de reparación.

Luego inducen al pecador perdonado a unir su propia mortificación física y espiritual a la pasión de Jesús, que le valió el perdón, y por tanto a participar de su sacrificio redentor.

Finalmente, recuerdan al penitente que, incluso después de la absolución, todavía quedan en él focos de pecado, que es necesario combatir con la mortificación y la penitencia. 

San Bernardo de Claraval nos recuerda que en el pecado encontramos la mancha y la herida; el primero es anulado por la misericordia divina, pero la medicina de la penitencia es indispensable para curar el segundo. Así como cuando una herida sana, las cicatrices siguen necesitando atención y cuidado, así cuando la culpa es perdonada en el alma, las huellas del pecado todavía necesitan remedio.

Las obras de penitencia que la Tradición de la Iglesia, siguiendo la enseñanza bíblica, siempre ha propuesto son la limosna, el ayuno y la oración, pero no hay que olvidar que la virtud de la justicia exige también reparar, en la medida de lo posible, las daño causado.

El Catecismo de la Iglesia Católica es explícito: “Muchos pecados ofenden a los demás. Debemos hacer todo lo posible para reparar las cosas (por ejemplo, devolver lo robado, restaurar la reputación de quienes han sido calumniados, curar heridas). La simple justicia lo exige”. (CCC 1459).

Incluso la oración puede ser a veces una penitencia adecuada. Por ejemplo, si estoy resentido con alguien que me ha hecho daño y todavía me cuesta perdonarlo, la oración puede ser una señal auténtica y el primer paso de mi buena voluntad.

Si he envidiado a alguien o no he querido su bien, orar al Señor por él y pedirle que lo bendiga puede ser una terapia válida.

La oración impuesta como penitencia no debe ciertamente convertirse en una coartada para el compromiso concreto con las obras, pero sigue siendo una poderosa ayuda para acoger el don del Espíritu Santo, que con su luz nos empuja a la verdadera conversión.

Algunas personas objetan que la oración debe surgir de la convicción y no de una imposición. Es cierto, pero la experiencia enseña que muchas veces oramos no sólo por placer, sino también por deber, como, por ejemplo, cuando estamos convencidos de que es correcto ir a misa, pero preferiríamos hacer otra cosa.

Quizás el mejor objetivo sería que penitente y confesor buscaran juntos la penitencia, que se adapta más al camino personal hacia la auténtica conversión.

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