San José, protector de los trabajadores
por Mario Carrera
En la pequeña compañía de Nazaret, San José supo que las herramientas de su trabajo eran las herramientas de un artista que ayudaba a Dios a hacer el mundo mejor y más bello.
A través del trabajo el hombre colabora con Dios para completar la creación.
Esto se informa en una de las primeras páginas de la Biblia. Después de crear el mundo, Dios ordena al hombre y a la mujer: «Llenad la tierra y sojuzgadla, dominad los peces del mar y las aves del cielo...» (Gen 1). Sojuzgar la tierra significa tomar posesión del medio ambiente y gobernarlo, respetando el orden puesto en él por el Creador y desarrollándolo en beneficio propio para satisfacer las propias necesidades, las de la familia y las de la sociedad.
Éste consiste en emprender la ciencia y el trabajo para humanizar el mundo, a fin de convertirlo en la casa del hombre, casa de justicia, libertad y paz para todos.
Cuando Dios creó el mundo, no lo creó terminado: la creación no está terminada. El hombre poco a poco se ha apoderado de la tierra, forjándola, adaptándola a sus necesidades, desarrollando las potencialidades de la creación para su bien y para la gloria de Dios. En particular hoy asistimos a transformaciones que eran impensables hasta hace algunas décadas.
Sin embargo, no somos dueños de la creación. Debemos colaborar con Dios para llevarlo a cabo, respetando la naturaleza y las leyes inherentes a ella. Dios nos confió la creación para que pudiéramos protegerla y perfeccionarla, no para explotarla y manipularla como quisiéramos. El libro del Génesis nos recuerda nuevamente: "El Señor Dios tomó al hombre y lo puso en el jardín del Edén para que lo cultivara y lo guardara" (2, 15). El trabajo, vivido en condiciones que respeten la justicia y la dignidad humana, así como el medio ambiente que nos ha confiado el Creador, es el modo en que el hombre realiza esta tarea: esto sucedió también entre José y María.
El padre tiene la tarea de educación moral de enseñar los preceptos de la Torá. Con él se ponen límites a la vida de todos, incluida la afectividad. Cada palabra que educa es un "puente", una conexión entre el otro y yo que nos permite encontrarnos, interactuar, cooperar. «La madre da cariño, sus brazos, sus pechos, su vientre; el padre da "las palabras". La relación entre madre e hijo es inmediata, se aprende por ósmosis." La del padre está "mediada" precisamente por las palabras. Por ello prepara e introduce a las personas en la vida social, política, comunitaria y comunitaria.
Giuseppe tendrá, por tanto, una gran tarea: la de educarle en el oficio de la vida humana. El icono del padre educador está pintado en la página de Lucas cuando cuenta de Jesús que está "perdido" entre los Doctores, en el Templo de Jerusalén, mientras María y José lo buscan ansiosamente.
El reproche que María dirige a Jesús recuerda ante todo la autoridad de José: "Tu padre y yo te buscábamos ansiosamente". Un hecho que afirma el papel del padre y revela cómo a él se confía la tarea de enseñar "las palabras", los preceptos, los mandamientos.
Según la Biblia, en efecto, un niño no nace cuando nace, sino durante su crecimiento, que se completa precisamente con la educación. Se necesitan siete años de formación emocional con la madre, durante los cuales el bebé sigue siendo "masa de leche", carne de leche. Por tanto, para dar el nombre a Jesús, al Salvador, José no puede separarlo de su madre. José también entrega su vida a María, porque la protege a ella y a su hijo, a ambos juntos.
El trabajo también tiene alma.
El sentido del trabajo no puede darse simplemente desde fuera, como fórmula definitiva y de una vez por todas: es necesario, por parte de cada uno, seguir buscándolo, captando todas sus manifestaciones para elegirlo, quererlo, poder apropiárselo.
Además, para ello se necesitan condiciones adecuadas, que no pueden reducirse al nivel personal, sino al nivel social. Las condiciones que hacen posible la respuesta en sí deben prepararse a nivel social, porque no pueden ser determinadas por el trabajador individual. Esto es lo que, entre otras cosas, explica el Papa Benedicto XVI en Caritas in veritate, en los párrafos 25 y 63.
Sin embargo, ni siquiera este paso debe considerarse definitivo. El trabajo no puede manifestar su pleno significado excepto en la medida en que a su vez se refiere a algo más allá de sí mismo que lo lleva a su consumación. Si queremos evitar una "ideología del trabajo", o al menos su idealización, para abrirnos a una verdadera "teología del trabajo", como propone Laborem exercens, es necesario resaltar con fuerza que el trabajo tiene necesidad, en a su vez, para inscribirse en algo más grande, encaminado no sólo a la búsqueda de su propio sentido, sino a una salvación, a una plenitud de todo el hombre y de todos los hombres. En última instancia, el trabajo también puede y debe salvarse; sigue siendo un fin intermedio, no menos importante para el hombre. Como revela de forma inmejorable el libro del Génesis, como afirma magistralmente Laborem exercens: «el hombre está llamado al trabajo desde el principio, pero en definitiva ese trabajo tiene como objetivo el reposo supremo en Dios, la resurrección, la participación en él» "jardín de vida" del que el hombre puede poseer, en la historia, algunas anticipaciones verdaderas y temporales, no la plenitud".
El trabajo es otra cosa, no menos importante. Cargada de valores prácticos, educativos, relacionales, éticos, simbólicos, teológicos, requiere en todo caso la luz y el aporte de la gracia que la libera y salva, como toda oferta histórica de libertad. De hecho, también el trabajo es, en última instancia, un lugar de santificación posible, siempre que sea aceptado como situado, original y verdaderamente, dentro de la única santidad, la de Dios.